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lunes, 2 de septiembre de 2013

Relato breve: El Jardín secreto




Los últimos dos meses he estado probando este género tan difícil de acometer, guiado en cierto modo por  buenos autores que lo manejan a la perfección como es el caso de Andrés Fornells un "peazo" de escritor al que admiro mucho.

Este que eligo me causó buena impresión y creo que está aceptable. El propio Andrés me lo indicó. Se titula el Jadín Secreto y está inspirada en mi infancia de la que formó parte una niña llamada Marta (Lemus), que por desgracia ya no está con nosotros. 


Me gusta siempre ambientar estos relatos en base a una pieza musical y no me preguntéis el por qué. A este cuento le viene al pelo la canción Anabel Lee de Radio Futura.






Durante toda mi vida he tenido la convicción  de que algún día recorrería  el camino de retorno al viaje que empezara  aquel primer día de septiembre del año al que yo doy por el del final de mi niñez.

De hecho, creo que esto fue así desde  el mismo momento en el que sentí  que las lágrimas resbalaban por mis mejillas al tiempo que los kilómetros iban dejando atrás mi mundo infantil. Un recuerdo me sigue evocando aquel instante en mi vida: la silueta de las casas y el campanario de la iglesia cada vez más pequeñas y más diminutas conforme nos íbamos alejando hasta el punto de ser  engullidos por el asfalto.

Han sido muchos años de exilio forzado y la nostalgia que he sentido de una forma cada vez más acusada  me ha hecho replantearme el valor de las cosas en mi vida.

Por extraño que parezca hay algo que he añorado  por encima de todo, más incluso que el cariño de los que me quieren y una vez dejé atrás fruto de la necesidad del sustento, el olor a corcho cocido en las frías mañanas de invierno  o los bosques de alcornocal que abrazan el municipio por todos sus costados: Aquel jardín oculto no me dejaba conciliar el sueño: me ha obsesionado desde siempre. Muchas noches despertaba empapado en sudor con la falsa sensación de estar franqueando  sus veredas imposibles formadas por entre las hiedras, y que daban forma al basto vergel de clorofila solamente salpicado por el colorido puntual de las matas de madreselva que pareciesen suspenderse en el aire.

Ese lugar mágico lo encontré gracias a la curiosidad  propia de un hombrecito que comenzaba a tomar el mundo.  Siempre había transitado por la gran avenida que pareciera custodiar el lugar que un día fue mi retiro vespertino con la intención de preservar su inocencia y virginidad: nada imaginable me hubiera hecho presagiar que detrás de aquel enorme muro de hormigón  se encontrase lo más parecido al edén.
La casualidad (o no) hizo que la pequeña puerta que daba acceso a mi jardín de los sueños estuviese abierta al atardecer de una calurosa jornada típica de julio, y que además no hubiese ningún transeúnte cerca (cosa rara por otro lado), ya que esto me hubiera incomodado bastante y posiblemente no me hubiera decidido a entrar.

El acceder por aquel pequeño corredor fue para mí como entrar en un mundo completamente diferente al que yo conocía y del que había estado muy cerca (más de lo que yo pensaba) aunque lo ignoraba por completo.

Era inimaginable que existiese un lugar tan extraordinariamente bello y tranquilo en el medio de la civilización, pero era real como la vida misma.
  
En un principio me fue difícil andar por entre aquel manto resbaladizo aunque encontré un pequeño sendero oculto entre la exuberante vegetación que me sirvió como referencia. La senda llevaba a una especie de galería central en dónde una enorme y portentosa fuente de piedra que se mimetizaba entre las brazos verdes  de la maleza daba la bienvenida al transeúnte.

Allí la encontré de espaldas acariciando el agua cristalina. Llevaba puesto un simple   vestido raso de color blanco que le llegaba hasta las rodillas y flanqueado en su cintura por una cinta de color azul. Debido a la finura  de su textura era fácil adivinar el color de su ropa interior igualmente del color del mar.
 
Estaba claro que sabía de mi presencia ya que no esgrimió ningún gesto de sorpresa: al contrario. De hecho, pareciera como si me esperase.

-Este lugar me pertenece. Aquí me encuentro libre de hacer lo que quiera-me dijo sin modificar para nada su posición inicial.

Recuerdo que intenté responderle pero con un movimiento brusco de su brazo bloqueó cualquier intención de respuesta por mi parte.


Entonces se giró. Jamás olvidaré la expresión de inocencia de su cara. Sus enormes ojos castaños me atraparon de tal manera que me fue imposible esbozar  palabra alguna. Nunca supe exactamente cuál era su edad aunque el tamaño de sus atributos ya marcaba la entrada en la adolescencia.
-Siéntate- dijo señalando un perdido banco de piedra cercano a la fuente que yo no había reparado.

Yo le obedecí al instante. Ella me acompañó, sentándose justamente en frente de mí, utilizando aquel pedazo de piedra como si fuese un corcel. Iba descalza pero no pareciese que la rugosidad del suelo le generase alguna contrariedad en sus pies. Esta posición tan sugerente me incomodaba.

-Este es mi reino de fantasía, dónde yo hago reales todos mis deseos y tú has venido a ayudarme a ello- dijo.

A partir ese día y durante el siguiente mes y medio todas las tardes me acercaba a jugar con aquella extraña y sorprendente criatura. Pasábamos horas y horas disfrutando de innumerables cuentos de Hadas que hacíamos nuestros al atardecer de las duras jornadas estivales de mi tierra extremeña. En ellos como dos personajes unidos por el destino siempre acabábamos juntos para el resto de los tiempos.

Pero por desgracia en esta vida siempre hay un final y para mi eso ocurrió el último día de Agosto. Nos despedimos como si nada. Fui incapaz de decirle que partía para no volver y eso me ha pesado el resto de mi vida.

Hoy, tras mi largo camino de retorno he visitado otra vez aquel lugar mágico de antaño ahora convertido en piedras y escombros, nada que ver con el  esplendor vegetal de hace años.

Le he escrito una nota que le he dejado oculta bajo  los restos de lo que un día fue el surtidor de dónde manaba un agua pulcra como la amistad de aquellos dos jóvenes inocentes.
 En ella sólo he podido anotar unas simples palabras:


Te añoré desde el primer día.
Nunca te he olvidado.
Espero que estés en el lugar que te corresponde: ese idílico paraíso perdido en donde te encontré haciendo realidad todos tus sueños.

Tras dejar la nota,  algo extraño me ha sucedido. Juraría haber oído el crujido de los pasos de alguien detrás de mí  mientras abandona el jardín perdido y me he dado la vuelta. No había nadie aunque un objeto que en un principio sorprendentemente había pasado desapercibido para mí centró mi atención. Yacía junto a las piedras dónde había dejado mi manuscrito y me acerqué a buscarlo. Era la cinta azul que acariciaba la cintura de aquella dulce chiquilla.


A mí querida Marta  que siempre ha sido para mí el vínculo con mi maravillosa infancia.






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